El bar está lleno. Sólo hay una mesa vacía y, sobre ella, un
móvil olvidado. Alguien llama. El tono es diferente a cualquier
otro conocido. Su propietario eligió una melodía de circo: tintinea estridente
la fanfarria de bienvenida y se escuchan los aplausos del público. Todos miran
ensimismados el aparato pero nadie se aproxima. Se oye el trotar de los caballos
sobre la pista de arena y los silencios del respetable, ante el rugir de los
leones. El móvil no deja de repiquetear. Y con un movimiento rítmico
avanza de forma irremediable hacia el borde de la mesa. Los clientes
perciben el crujir de los músculos del forzudo y el silbido de los trapecios.
Nadie hace nada. Están embelesados con la magia y el aletear de las palomas. A
los equilibristas se les derrumba la pirámide y, coincidiendo con los abucheos
del público, el móvil cae al suelo y se hace añicos. Todos corren y miran el
aparato inerte. Pero ya no hay nada que hacer, el espectáculo ha terminado. Nunca
sabrán que el lanzador de cuchillos erró en su tiro, ni que el payaso se
suicidó en escena. El móvil vuelve a sonar y, de su pantalla destrozada, irrumpe
un conejo blanco. Ellos siguen bebiendo. El animal los mira, mueve las orejas y,
apresurado, sigue su camino. Ya nadie
cree en la magia.
(*) Publicado en La Esfera Cultural.
(*) Publicado en La Esfera Cultural.