En la
cubierta coexisten los números más atrevidos con las parodias más desatinadas.
La rutina del encierro estimula la imaginación y todos buscan su instante de
gloria: el camaleón domador de leones, la iguana en monociclo, el oso
contorsionista. Una parte del público aplaude; el resto ruge, brama. Lo saben,
compiten por ser los elegidos: la serpiente, convertida en aro de fuego, reta
al tigre a traspasar su anatomía; la hiena pugna por ocupar la plaza de
payaso; el cuervo –vestido de riguroso frac- saca siete conejos de la
chistera. Algunos provocan asombro, otros lástima, quizás misericordia.
Los elegidos retornarán a la pugna, los rechazados perecerán devorados por el
público. Noé, viejo y decrépito, encandila al respetable con sus trucos de
magia. El altísimo observa sentado en su atalaya. Dicen que llovió, sin parar,
cuarenta días y cuarenta noches, luego dejó de hacerlo y la tierra se secó.
Durante siglos la compañía recorrió los pequeños pueblos de Judea y Samaria,
también la ciudad de Jerusalén. Pero la historia miente; no se ha encontrado
ninguna prueba de que el Circo hubiera plantado su carpa en esa última ciudad.
Nunca, nada, nadie. Ni siquiera en los arrabales.
(*) Publicado en La Esfera Cultural.
(*) Publicado en La Esfera Cultural.