Mi amigo Juan es mago. Le gusta cazar
los conejos que utiliza en sus trucos. Hoy le he acompañado vestido de
trampero. Vaya afición más aburrida; toda la mañana agazapado detrás de estos
matorrales. Algo llama mi atención; me froto los párpados, pero no puedo creer
lo que veo: se acerca un conejo gigante sacudiendo sus orejas. El viento
ruge y revuelan chisteras negras. Giro mi cabeza, observo la arboleda
convertida en improvisado patíbulo y el balancear de los cuerpos del
resto de cazadores. El monstruo blanco se aproxima desafiante y señala, con su
dedo índice, un cartel cubierto por enredaderas: “Prohibido cazar conejos”,
puede leerse entre las tablas carcomidas. Me mira, guiña un ojo y se esfuma.
Las sogas brillan y, en ese oscilar, reconozco el rictus risueño de Juan.
Parece que sonríe. Corro. Tengo que decírselo, de mañana no pasa: no me gusta
la caza, ni tampoco la magia.
(*) Publicado en Breves no tan breves
(*) Publicado en Breves no tan breves