Hasta chocarse
contra una pila de maderos o caer de bruces sobre la arena; así finaliza cada día
su ensayo. Hoy se levanta y vuelve a intentarlo –ha soñado completar su primera
voltereta-, se ajusta el maillot,
entalca sus manos y retorna al trapecio. Una nueva caída enmudece la carpa; el
director, alertado por el estruendo, irrumpe en la pista: le recuerda que el
circo es orden y disciplina; que su
obligación es ejercitar el número que hacía su abuelo, el mismo que ahora
representa su padre. Al compás del látigo, cabizbajo y con los ojos vidriosos,
alza su trompa y salta rítmicamente entre los taburetes.